lunes, 5 de enero de 2009

El invierno 2007



El otoño ha sido breve, apenas un mes, y el invierno ha aparecido.

Primero fueron las calderas de la calefacción barboteando al unísono en toda la ciudad a mediados de octubre.

(Aquí tienen un sistema de calefacción central realmente central, que hace que todas las calefacciones de Kiev se pongan en marcha al mismo tiempo. La posibilidad de regularlo en tu casa o en tu edificio, más o menos calor, queda en manos de la ventana. Si la abres o la cierras. Por la noche siguen funcionando las calefacciones y tienes que dormir sin edredón o te asas).

Después fue una suave nevada, a primeros de noviembre, una blanca sabana sobre la ciudad. Rondábamos los cero grados. Los árboles perdían las hojas y apenas si teníamos diez horas de luz. Las chicas se abrigaron. Yo también.

Y diez días después la nevada lo cubrió todo de blanco, hala Madrid. Ante mis ojos risueños, mis peleas de bolas y mis muñecos de nieve, los ucranianos mirándome con sorna me recuerdan que esto va a durar casi seis meses. Y es cierto, desde entonces la nieve solo nos ha abandonado una semana. Y he descubierto un refrán, qué urbanita soy, que no conocía: “cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo”. Y aquí hay un montón, graznando y volando.


Por las mañanas me calzo unas botas de montaña y unos calcetines gruesos para ir al trabajo. En mi despacho me los quito, botas y calcetines, y me pongo unos zapatos “de vestir”. Todavía no he resuelto como librar a los pantalones del traje de la nieve y los charcos. ¿Tendré que llevar también unos pantalones vaqueros y cambiarme en el curre?

Por ahora llevo un gorro de lana y un consistente abrigo de piel comprado aquí mismo. El gorro ruso y los guantes esperan tiempos más fríos. Mi relación con el frío es problemática desde, ya llegó Freud, la infancia. Recuerdo que la primera vez que fui a la sierra nevada llevaba unas botas “Katiuska” y acabé congelado y odiando la nieve. Ahora estoy decidido a que no me pase lo mismo por deficiencias del vestuario.

Por las tardes anochece a las cuatro y poco a poco bajan aún más las temperaturas. Para pasear a esas horas añado a mi vestuario unos pantalones largos tipo leotardos, de esos que llaman mallas, y una camiseta de termolactil. El resultado por ahora es excelente. No solo no me he constipado este otoño-invierno, los virus están congelados, sino que a veces paso calor y hasta sudo. El problema es tanto poner y quitar pero el estilo cebolla funciona.

Hay que caminar con cuidado. En cuanto la nieve derretida se hiela puedes pegarte un patinazo de muy señor mío, la pierna se te va hacia adelante o hacia atrás y tú mueves el cuerpo para evitar el batacazo. Es como un tic, o un paso de break dance, que se lleva mucho por aquí. Además nada más helarse una capa vuelve a nevar y ni siquiera caminar por la nieve te libra de acabar encontrando hielo. Me acabo de comprar unas botas con una especie de clavos que puedes sacar o esconder que espero que sirva para algo. Porque ya me he dado mi primer batacazo, suave y no doloroso pero batacazo al fin.

Pero no basta con mirar para abajo, de arriba también viene el peligro. Caen carámbanos de los tejados y los árboles y como te den te agilipollan aún más.

Aquí estoy con T, (“las hijas de las madres que ame tanto me besan hoy como se besa a un santo”, decía Campoamor). T es la primera visitante osada que ha venido a ver cómo es el hábitat del abominable hombre de las nieves y estamos en medio de la Plaza de los Contratos. Al fondo, un jefe cosaco con su cetro o símbolo de mando. Y está, naturalmente, nevando.

Um, echo de menos el calor de tus abrazos.

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