domingo, 4 de enero de 2009

Lazarillos (octubre 2007)

Hoy os presentaré, por fin, a Yula. Su nombre es como Julia en español. Lo que pasa es que en ruso son tres letras. La IU, la L y la IA. La IU es como una IguiónO, o sea, I-O, la L es como una V bocabajo o como la griega PI con rabito, y la IA como una R mirando para, perdón, la izquierda. Queda chulo: ЮЛЯ

Yula debería haber aparecido hace tiempo porque la conocí a las dos semanas de estar aquí. Es una de esas “niñas de acogida” que iban a pasar el verano a España después del desastre de Chernobil. Ella vivía a cuarenta kilómetros de allí. Iba de acogida a España a casa de una amiga de una amiga y aprendió español allí.

Tiene diecinueve o veinte años y, ahora, está estudiando turismo en Kiev. La busqué cuando me vi un poco perdido en la ciudad y desde entonces ha sido mi lazarillo en Ucrania. Ella me trajo a casa a su madre, Galina, que se ha convertido en mi cocinera-limpiadora-compradora y ella me acompaña en algunas de las gestiones para las que es más necesario el idioma. A veces con más voluntad que éxito pero es que Yula apenas lleva en Kiev dos cursos, no controla el castellano sociopolítico y es, deliciosamente, ingenua y provinciana.

Me sorprende porque, a pesar de las mafias y la pobreza, existe aquí una mayor candidez en ciertas cosas. Por ejemplo, sorprende asistir al final de curso en Secundaria. Los y las alumnas salen con una banda ciñéndoles el cuerpo y algún pequeño adorno o disfraz en los cabellos. Las niñas con dos coletas y pompones. Si bien es cierto que podría verse como el paraíso manga de los voyeur, cientos de lolitas en uniforme escolar recorriendo la ciudad y posando para las fotos, no es ese el tema de esta disertación sino el contraste de esta graduación pacifica, con atuendos que parecerían ridículos en nuestro país, con la de los mastuerzos españoles en las plazas mayores, bebiendo calimocho y buscando gresca con la policía. (Desde que frecuento a los trabajadores de la porra me he vuelto muy solidario con ellos.)

Volvamos a Yula. Una vez, en mi casa, llevábamos ya más de un mes viéndonos dos o tres veces por semana., me preguntó si podía fumar. Ante mi extrañeza por la pregunta, cuando le dije que hiciese lo que quisiese, insistió. “Pero, no se lo vas a decir a mi madre, ¿verdad?”. (Su madre, sin embargo, le ha acompañado al ginecólogo y sabe, por lo tanto, que mantiene relaciones sexuales con su novio. Interrogada por la incongruencia de que conozca una cosa y no la otra, replica muy convencida: “Es que el tabaco es malo para la salud”. Me convenció. Sus teorías sobre el amor o sobre los chicos, en cambio, parecen sacadas de Helena Francis.)

La he pedido ayuda para casi todo, aunque poco a poco he ido rebajando pretensiones. Una vez incluso le puse al teléfono móvil con el camarero para que me pidiese la comida en un restaurante sin carta en inglés. Ha sido la vez que más caro he pagado la cena y no he vuelto a repetir la experiencia. Intenté que me ayudase a alquilar piso pero el mercado inmobiliario es demasiado cruel para ella. Internet o la televisión por cable, demasiado técnico. Las noticias laborales, demasiado lejanas. Así que me acompaña para comprar algo más barato, hacer algunas gestiones donde no se habla inglés o enseñarme los nombres de la ciudad. Tampoco mucho porque la ciudad de los “guiris”, la ciudad céntrica y cara, no es su hábitat natural y hay múltiples sitios donde no ha entrado nunca. Teníais que haber visto su cara, sonrojada, de felicidad cuando coincidió en una cafetería –biblioteca con un cantante ucraniano de moda.

Y así, poco a poco, las tornas se están cambiando. Era inevitable y la estoy “pigmalioneando”. Bella palabra que, en esta ocasión, no tiene connotaciones eróticas. Tan solo, ¿y hay algo más apasionante para mi añeja vocación docente?, abrir otras perspectivas, ayudar a conocer otros mundos. Llevarla a sitios, físicos, ideológicos y emocionales, donde nunca habría entrado sola. Donde su asombro es mayor que mi mirada de turista. Ahora el lazarillo soy yo.

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