sábado, 1 de noviembre de 2008

la vida cotidiana (julio 2007)

La cama hace ruido. Crujen sus goznes como gemidos. (Ejem, ejem). Me despierto pronto, no por los crujidos de la cama, que más quisiera, sino porque amanece también pronto, a las cuatro y media, y la luz entra a raudales por el balcón. Ocurre que casi no usan persianas y las cortinas no bastan para mantener la habitación a oscuras.

Si tengo humor, antes de ducharme, hago de 15 a 30 minutos de bicicleta fija mientras repaso el ruso. Y me ducho viendo por la ventana las hojas de los árboles que rozan el cristal. Abriría más la persiana, que aquí sí que hay, pero no doy espectáculos gratuitos. Todavía.


Cierro la puerta de mi casa a las 8, 53, y seiscientos pasos después, a las 8,59, estoy abriendo “la puerta de españoles” de la embajada. Lo habéis adivinado. Se llama puerta de españoles obviamente porque es por la que entran los españoles. El único peligro de este trayecto en verano, en invierno será no caerme por las heladas, son los dos “pasos de cebra” que tengo que atravesar. Me acerco a la carretera y amago. Si veo que frenan, paso, si no ni lo intento. Correr es un error, el coche que se acercaba puede ser de los “fitipaldis” que da un volantazo para esquivarte sin frenar y, entonces, sí que te pilla por listo y rapidillo. No sé si es exagerado decir que el grado de civilización de los pueblos se mide por el respeto a los “pasos cebra”, pero seguro que algo tiene que ver. Por lo menos, con el respeto a los demás. Yo, en Ginebra, cruzaba varias veces, en una y otra dirección, el mismo” paso cebra” solo por el gusto de verles frenar. Los latinoamericanos no podían ni creérselo. Les parecían lelos los ginebrinos.

La cosa debe venir de antiguo porque a principios de la era sovietica Ilf & Petrov en el comienzo de un divertido libro, editado por Acantilado en España, “El becerro de oro” ya lo criticaban: “En la gran ciudad los peatones llevan una vida de mártires. Se ha establecido para ellos una especie de gueto del transporte. Sólo se les permite atravesar la calle en los cruces, es decir, justo en aquellos lugares donde el tráfico es más intenso y donde el hilo del que suele pender la vida del peatón es más fácil de romper.

En nuestro vasto país un automóvil normal, destinado, en opinión de los transeúntes, al transporte pacífico de gente y de mercancías, ha adquirido los terribles contornos de un proyectil fraticida. Deja fuera de combate a columnas enteras de afiliados a sindicatos y a sus familias. Si a veces el peatón logra salir de debajo del morro plateado del coche, la policía le multa por infringir las normas del catecismo de la circulación.”

Durante el trayecto, pero en general en casi todas las calles, es frecuente ver los coches aparcados en las aceras. Aparcados en doble o triple fila y circulando por ellas. Los he visto circular por la acera para evitar un atasco sin que nadie les parase ni los peatones se inmutasen. Cuando llego a la embajada el guardia ucraniano se cuadra. Sonrió. Si hay gente mirando, pobres, pacientes, esperando en la cola y nerviosos por lo que consideran arbitrariedad de los dioses, me siento uno de ellos. De los dioses.

En la embajada hay varios tipos de gentes. Por un lado, los diplomáticos, muy distintos entre sí. Embajador, 2ª Jefatura y Cónsul. Por otro, los misteriosos. El canciller, escondido en su despacho, el oficial de comunicaciones con su insignia de paracaidistas metido en una sala de cifras o algo así. Y después la tropa. Los jefes de negociado y las contratadas ucranianos, que bregan con los visados.

La sala de los visados es una cueva donde pelean una docena de personas para impedir el paso de la frontera a quien le falte un certificado médico, una autorización notarial o algún maldito papel. Son el siniestro Doctor Niet. Yo propongo que les demos el “camachito de oro” por su encomiable defensa del mercado laboral patrio.

Hay también una becaria cultural que, ¡qué contradicción!, emite sus opiniones como si fueran verdades evidentes y rotundas; una interprete con suficientes trienios; la secretaría del embajador; las secretarias del cónsul, del 2º jefe y del canciller; los dos chóferes, uno de ellos, filósofo; el portero; el subinspector de policía. Y yo. En otro local está la oficina comercial con mi homologa y varios becarios del ICEX.

La embajada es un poco, pero solo un poco, de los ucranianos más veteranos. Los demás estamos de paso y en sus manos. Por el idioma, por su experiencia, por su memoria histórica. Antes de venir, A. me había dicho que también había un espía y que no se escondía pero el de aquí o no existe o sí se esconde. A veces pienso que soy yo y que estos informes llegan directamente al CNI donde están valorando darme una condecoración. Empieza uno disfrutando con los saludos militares y acaba reclamando medallas. Joder, que peligro.

En visados están las chicas de oro. Y no me refiero a Irina o Eugene, dos ucranianas preciosas, sino a tres jefas de negociado que han llegado en el breve espacio de seis meses y reúnen características parecidas, separadas más o menos recientemente, en los cincuenta, con hijas mayores, trabajan por primera vez fuera de España para salir de su pasado y hacer dinero para la jubilación. Como me consideran una de las suyas, me llevan con ellas al ballet o a la opera.

Durante la jornada laboral doy, inútilmente, todo hay que confesarlo, una hora de ruso. El Cónsul afirma que el embajador, el segundo y él tienen un pacto para no estudiar y me tilda de esquirol. Yo quisiera cumplir el pacto pero ¿como escaquearte si estás solo en clase? Ivanka se sienta delante de mí y me pregunta por el vocabulario del día anterior. Las cien primeras veces puedes decir “no lo recuerdo”, “se me ha olvidado”, “no me sale”, “ia nie ponimaiu”, pero al final te pones colorado, piensas que te va a tomar por imbécil y estudias. Todos, o casi todos, sabéis que yo soy un experto en copiar, que hasta las oposiciones las aprobé copiando, pero estando frente a frente al examinador ya me gustaría ver como os zafáis.

Tengo en mi despacho todos los interruptores del aire acondicionado de la planta. Y ahora en verano, durante la jornada laboral soy el espectador de una kafkiana partida de ping pong entre el canciller, que baja la temperatura, y la intérprete, que la sube. El marcador está 323 a 322. El caso es que yo trabajo con la chaqueta puesta por el frío que paso.

La mayoría come o almuerza, a la europea, allí. Se llevan un tupper con comida de casa y lo calientan en el microondas. Hay también una nevera, cafetera, máquina del agua. El horario es muy de cada cual. Cuando el hambre azuza, comen en sus despachos. Existe la opción de ir a comer al restaurante vecino, regentados por unos cubanos donde hay un menú del día que, sin bebida, cuesta 25 hryvnias. (unos cuatro euros).

Yo suelo esperar a salir del curre, a las 15, 30, para ir a comer a casa. Así he descubierto que existe, que no es un mito, la ensaladilla rusa y los filetes rusos. Aunque la ensaladilla rusa se llame Olivie y los filetes rusos no sé como. Que no soy Carvalho.

A las 15, 30 dejo la embajada. Diez minutos después estoy calentando las delicias que me prepara Galina. Hoy saboreo de primero una sopa Borshch verde, que es como un caldo gallego, con verdura; de segundo me zampo unos CRUCHENIKI, que son rollitos de verduras, envueltos en carne, y de postre, sí, de postre, ¿qué pasa?, disfruto unos NALISNIKI, una especie de creppes hechos con requesón y a los que se les puede echar por encima mermelada o SMETANA, una especie de crema agridulce o yo que sé. Joé, que ya he dicho que no soy Carvalho.

Según mi plan de adelgazamiento, casi tantas veces interrumpido como veces he empezado a aprender inglés, está debería ser la única comida del día pero por hache o por be es improbable que lo sea.

Después de comer no me puedo echar la siesta. A los diez minutos suena mi móvil ucraniano: “Juan Carlos, que estamos abajo”. Son el poli y, a veces, una jefa de visados que proviene del Ministerio de Interior que necesitan mi amena compañía para recorrer Kiev.

Un inciso sobre los móviles ucranianos. Es casi lo primero que hay que comprar si uno no quiere que Movistar le escalde. Es muy fácil aunque yo tarde dos semanas en hacerlo. Se compra una tarjeta “sim” por dos o tres euros y ya tienes número ucraniano. Así se pueden tener varios números. Yo tengo dos, con compañías distintas. Para llamar tienes que comprar tarjetas prepago que van de dos a treinta euros. También puedes hacerte un contrato pero ¿para qué? El contrato funciona si antes tienes saldo en tu cuenta telefónica. Es decir, si has prepagado. Así que el Cónsul y yo estamos intentando saber cual es la diferencia entre su contrato prepago y mi tarjeta prepago. He abandonado movistar porque en “roaming” es carísima y mi teléfono ucraniano es el 00380931514469.

Pero volvamos a las 16,30 de la tarde. “Eh, que estamos abajo” dicen mis nuevas parejas de hecho. Y yo que nunca he sabido decirle que no a un subinspector de policía salgo pitando a hacer millas.

Hay una primera parte del paseo en la que nos comportamos como beatas. Es ese primer kilómetro en el que, liberados él del uniforme y yo de la corbata, vamos musitando: “¡virgen santa! …¡la madre de dios! …¡santo dios! …” al paso de las cien primeras rubias. Luego nos calmamos.

Y podemos apreciar la calle. De aceras muchas veces más grandes que la calzada, de ahí la querencia de los coches a andar por éstas. Es curioso pero hay bastantes vendedores de flores, en puestos o en la mano, y se ven mujeres paseando con su ramo regalado. Yo todavía no le he regalado ninguna a mi poli pero todo se andará. Como en España, el macho de la especie tiene el curioso comportamiento de dejar de regalar flores (incluso de bailar) cuando ya se ha casado. Tengo un amigo en Madrid, al que ni siquiera citaré por siglas, que cuando se acerca la chinita con el ramo a ofrecerle flores, le espeta: “No, gracias. Ya hemos follado”.

Cambiamos euros en los múltiples locales que lo hacen pero antes hay que elegir bien el cambio porque hay diferencias notables en el precio. Lo que no hacemos casi es usar los cajeros o pagar con tarjetas porque el cónsul nos asustó el primer día con que era muy frecuente que te la duplicasen.

A veces, en vez de caminar, salimos del barrio en metro. Los metros están muy hondos, me imagino que porque al ser construidos en los años sesenta estaban pensados para ser utilizados como refugios en caso de guerra. Las estaciones no son tan bonitas como las de Moscú pero la instalación arquitectónica es semejante. Las escaleras mecánicas son superveloces. Casi da vértigo montarse y no sé yo si lo de montaña rusa no viene de aquí. A pesar de la velocidad los andenes están tan hondos que el trayecto se hace pesado. Hay mucha gente, me parece que más que en Madrid, usando el metro. Cuesta medio hryvnia, menos de diez céntimos de euro, y tiene mucha frecuencia de paso, cada dos minutos en hora punta. En los vagones tienen tele y es frecuente que el canal que escojan sea “fashion tv”. Son viejos pero no tienen señales de las pintadas, graffittis lo llaman, y demás salvajadas que se hacen en España.

Alrededor de los metros crecen auténticos mercados. En los pasillos subterraneos hay múltiples tiendas de todo tipo. Incluso fruterías. Hay mucha vida en el subsuelo, quizás porque son vampiros o marcianos que se esconden allí para practicar el consumismo antes de asaltar la tierra capitalista.

El otro día me hice unas fotos para carné en una tiendecita del metro. Si vierais con que suavidad la fotógrafa me movía los hombros, y con dos deditos me colocaba la cabeza. Hizo cuatro intentos. Me hacía la foto, meneaba la cabeza, yo decía “spasiva” e intentaba levantarme pero ella no estaba satisfecha. Y otra vez con delicadeza exquisita me movía los hombros, me levantaba la cabeza. Así cuatro veces por menos de dos euros. Y es verdad que he quedado guapo. O, bueno, interesante. Cuando mi poli fue a hacerse las fotos a otra tienda, le maquillaron pero le cobran cuatro veces más.

He advertido ese amor al trabajo bien hecho, o a lo mejor solo es orgullo del propio laboro, tres o cuatro veces ya en este país, contrastando con la desidia de los más. Cuando visité un centro de formación juvenil, donde me llevaron despacho por despacho para presentarme lo que hacían y quienes lo hacían, o en los mercadillos de la calle de San Andrés con un abuelo que me firmó su libro de fotografías o una babuska que me enseña como hace artesanalmente los vestidos de la muñeca que ya le he comprado y pagado.

Cuando termina nuestro paseo, regreso a casa que toca sesión de internet y de skype. (Aquí Internet se contrata por la cantidad de megas que te quieres bajar).

Lo del skype es un gran invento pero me tiene conectado a la cámara muchísimo más tiempo del debido. Con otro programa, Voipbuster, se puede llamar gratis a teléfonos fijos de 20 países, entre ellos España. Al revés, no.

A veces, mientras hablo por el skype escribo estas crónicas.

Después, mientras me tomo unas rebanadas de caviar rojo (caviar de salmón) con una cervecita o un chupito de vodka picante, leo. Durante esta fase estoy leyendo literatura ucraniana. Y acompaño la lectura y el caviar, escuchando en la tele alguno de los dos programas musicales que sintonizo. Mezzo, que programa música clásica, ballet o jazz y VH1 donde se oyen canciones del siglo pasado. Mi viejo y querido siglo pasado.

Y me duermo a las tantas echándote de menos. ¨Sí. Ya sabía yo que aquellas noches
de luna sin fulgor
de luna opaca
son temibles.
Se llega a cualquier ser humano
fácilmente
se conoce
su entrañable secreto
su gemido guardado
su nunca pronunciada palabra.
Se acaricia la piel bajo la piel
y la sangre escondida
dentro de la sangre.
Entonces, aquel hombre
- o aquella mujer - están desnudos
despojados, indefensos.
Y pueden ser heridos.
O adorados.
Sólo se necesita una noche de luna
pero de luna turbia:
una de esas noches
cuando las brujas tiemblan por temor
a los hombres.¨


(Ya Sabía Yo; poema de Julia Priluzky, ucraniana afincada en Argentina).

1 comentario:

  1. Hola !me pregunto que haces exactamente en Ucrania!
    yo estoy expratiada en U.S.A , estudio ingles y soy una desesperate wife.
    Adoro tus diarios !Andale!

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