martes, 5 de mayo de 2009

Sefarad


SIGO PERRO. Bordeando, sin motivo alguno, puedo jurarlo, el estado depresivo. Será por el 2-6? será porque sigo sin ligar con ucranianas? o porque llevo fatal lo de la diplomacia y me aburre la burocracia?


Así que recurro a un texto de Muñoz Molina que pensaba colocar en alguna de mis crónicas de Kiev.

Y aunque pudiese ser verdad que "al viajar uno puede convertirse en otro", yo aquí no puedo escaparme de mi sombra y sigo siendo el mismo Peter Pan pringado. Espero, al menos, regresar habiendo aprendido algo.


"A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno puede convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros. Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo que esperan que seamos, a actuar en cumplimiento de ciertos hábitos que nuestros actos anteriores han establecido, o de sospechas que nosotros no tenemos conciencia de haber despertado. Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo en nosotros, qué inventan o deciden que somos. Para quien se encuentra contigo en el tren de un país extranjero no es más que un desconocido que sólo existe circunscrito al presente. Una mujer y un hombre se miran con una punzada de intriga y deseo al acomodarse el uno frente al otro en un tren: en ese momento están tan despojados de ayer y de mañana y de nombre como Adán y Eva al mirarse por primera vez en el Edén. Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga y tal vez procura no cruzar su mirada con la de los otros pasajeros que van entrando en el mismo vagón, algunos de los cuales lo examina con recelo y decide que debe de ser judío. Tiene las manos largas y pálidas, lee un libro o se queda ausente mirando por la ventanilla, de vez en cuando sufre un golpe de tos seca y se cubre la boca con un pañuelo blanco que desliza luego casi furtivamente en un bolsillo. Cuando el tren se acerca a la frontera recién inventada entre Checoslovaquia y Austria el hombre guarda el libro y busca con cierto nerviosismo sus documentos y al llegar a la estación de Gmund se asoma enseguida al andén, como esperando ver a alguien en la solitaria oscuridad de esa hora de la noche.
Nadie sabe quién es. Si viajas sólo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie se conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia, ni el motivo de tu nerviosismo mientras aguardas en el café de la estación, aunque tal vez sí el nombre de tu enfermedad, cuando observan tu palidez y escuchan el ruido de sus bronquios, cuando advierte el disimulo con que vuelves a guardar el pañuelo con el que te has tapado la boca. Pero al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje, de una lengua que disfrutó comprendiendo y hablando, ahora más hermosa porque no es la mía. Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo."

Antonio Muñoz Molina, en Sefarad.

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