sábado, 1 de octubre de 2011

PASEO POR KIEV





 Kreschatik es la principal y más famosa calle de Kiev. Tras quedar prácticamente destruida durante la invasión de la Unión Soviética por las tropas alemanas, fue reconstruida en 1943, cuando adquiere su actual aspecto: calzada y aceras amplias que sugieren proporción y equilibrio con los edificios que las flanquean a ambos lados.



El número 42 de esta concurrida calle, sin embargo, forma parte del pequeño conjunto de edificios que, construidos en la segunda mitad del siglo XIX, sobrevivió a aquella destrucción. Y este verano se ha hecho famoso por albergar en sus dependencias la sede del juzgado que, en la primera semana de agosto, mandó a la cárcel a Yulia Volodimirivna Timoshenko, dos veces primera ministra ucraniana. La última, desde diciembre de 2007 hasta marzo de 2010.

Junto a Timoshenko, su mano derecha, el Ministro del Interior, desde diciembre, el Ministro de Defensa, apenas un mes después, y un nutrido grupo de altos cargos de su gobierno han sido detenidos, acusados de malversación de fondos y abuso de poder.

El actual gobierno justifica estas detenciones amparándose en la independencia de los jueces y destacando que se trata de una lucha contra la corrupción no partidista, pues unos cuatrocientos cuadros medios del propio gobierno también han resultado implicados. Para sus críticos, se trata del último episodio de una estrategia gubernamental destinada a controlar todos los recursos del poder y que hoy busca el descabezamiento de la oposición mediante la aplicación de una suerte de justicia selectiva.

Y al fondo, el eterno problema del gas en Ucrania, origen de casi todas las grandes fortunas ucranianas y también de grandes conflictos por su control. A Timoshenko, conocida como la “princesa del gas”, se la juzga, principalmente, por los acuerdos que en 2009 alcanzó con Putin sobre el suministro y tránsito del gas. Unos acuerdos que han sido considerados lesivos para los intereses del país. Me llama la atención que uno de los puntos fundamentales de aquel acuerdo era la desaparición de la firma intermediaria RusUkrEnergo, y el entendimiento directo entre Naftogaz y Gazprom, las empresas estatales del gas ucraniana y rusa, respectivamente.

Y es que RosUkrEnergo es una misteriosa empresa registrada en Suiza y cuyos accionistas son Gazprom y dos oligarcas ucranianos, que, según Misha Glenny, experto en mafias, “no lleva a cabo ninguna actividad real, salvo comprar el gas a Gazprom en la frontera rusa y venderlo a la ucraniana Naftogaz”. De esa operación obtiene una comisión importante.

Hoy RosUkrEnergo parece resucitar. Quizás porque, como advertía Global Witness cuando se constituyó el nuevo gobierno, el actual ministro de la energía, Boyko, formaba parte en 2004 del Comité de Dirección de RosUKrEnergo al mismo tiempo que lideraba la compañía estatal de gas, a título particular y no en representación del gobierno. Y es que en Ucrania los vínculos entre política y negocios no guardan, siquiera, las apariencias.


Alrededor del número 42 acampan medio millar de seguidores de Timoshenko en protesta por la decisión del juzgado. En sus carteles se lee un deseo: “La mafia no podrá con Yulia”.



Apenas separados por diez metros y una barrera de policías y vallas metálicas, acampan también varias decenas de seguidores del actual presidente de la República, Víktor Fédorovich Yanukóvich, del Partido de las Regiones. En sus pancartas se lee “¡Basta!” o “Yulia, ¡responde!”. Han aprendido a no dejar la calle a sus oponentes y, con un gran despliegue de megafonía, bombardean sus consignas.


Es domingo, y como todos los fines de semana, parte de la calle está cerrada al tráfico. Los transeúntes que pasean por la calzada, indiferentes al espectáculo, superan con creces a los manifestantes. Mis compañeros bromean: “Parece que Timoshenko paga mejor a sus seguidores que Yanukóvich”. Desde que se difundió que los manifestantes cobraban dinero por acampar en las protestas, éstas han perdido impacto en la opinión pública.

La calle Kreschatik atraviesa la plaza principal, Maidan, o Plaza de la Independencia. Allí los kievitas se remojan los pies en las fuentes, pasean descalzos por las amplias escalinatas convertidas en estanques de agua corriente por unas horas, se suben a los monumentos para fotografiarse o entran en el centro comercial que se esconde parcialmente bajo la plaza.


En la superficie, el protagonismo de los monumentos tradicionales (la columna de la independencia, un monumento a los cuatro hermanos fundadores de la ciudad, otro monumento a un kobzar, el trovador cosaco) compite con la novedad de este año, un llamativo y cursi corazón de color rojo donde las parejas se hacen fotos.

Entre los edificios que la rodean está la oficina principal de correos, la sede del actual sindicato mayoritario , heredero del patrimonio soviético, y el conservatorio.

Nada en la plaza nos hace pensar en ella como el lugar donde a finales de 2004 nació y creció la llamada “revolución naranja”.


Los transeúntes que pasean hoy por Maidan son los desencantados de aquella revolución. Y acumulan otros varios desencantos. El de la revolución bolchevique con sus promesas de justicia y solidaridad; el de la “perestroika”, con sus promesas de transparencia; el del capitalismo, con sus promesas de progreso y libertad. A Timoshenko, esta vez, no la va a salvar la movilización de masas.

Los años que los políticos “naranjas” han tenido para transformar Ucrania han resultado años perdidos. Ni lucha contra la corrupción, ni mayor seguridad jurídica, ni fortalecimiento de la sociedad civil.



A los ojos de los ucranianos, que ven la geopolítica con distancia, ha sido más de lo mismo: la bochornosa combinación de negocios privados y asuntos públicos, la dependencia de los intereses económicos de los oligarcas.

De hecho en las pasadas elecciones presidenciales era difícil entender qué separaba a un candidato de otro. Como analizaba la Fundación Alternativas, Timoshenko y Yanukovich eran candidatos que no generaban confianza y que eran más iguales que diferentes:”caracterizan a una clase política dividida en alianzas oligárquicas, con problemas para alcanzar consensos y acuerdos, lo cual alimenta la inestabilidad. Poseen una escasa distinción ideológica, acompañada por una tendencia a la dramatización en el enfrentamiento discursivo. Se distinguen entre sí por su opuesta vinculación regional, los intereses económicos de los clanes a los que representan y la afinidad a una determinada construcción de la nación ucraniana, bien incorporando la cultura rusa como propia junto a una matriz centroeuropea, o no haciéndolo.”.

En Maidan se encuentra también el “kilometro cero” de Ucrania por el que sabemos que estamos a 2858 kilómetros de Madrid. Bastante más cerca, en el número 23 de nuestra calle Kreschatik llama la atención una marca familiar, Zara, una de las escasas inversiones españolas en Ucrania. Escasas, españolas o no, porque Ucrania figura en el puesto número 147 del ranking que establece el Banco Mundial de los países según faciliten o no, la inversión. Un ranking que cierran en el número 166 y 167, respectivamente, Iraq y Afganistán.


En el número 32, al lado de la antigua tienda soviética para turistas SUM, está la sede del Consejo Municipal. Allí podemos encontrar, seguramente, uno de los mejores ejemplos del desprestigio de la política ucraniana. EL alcalde, el excéntrico Leonid Chernovetsky, todavía nominalmente en el poder, lleva viviendo fuera de Kiev casi un año, mientras gran parte de su equipo está siendo perseguido por la Justicia.

En la sede del Consejo Municipal un reloj cuenta, marcha atrás, los días y horas que faltan para la inauguración de la Eurocopa de fútbol de junio de 2012.

La calle Kreschatik comienza en la Plaza de Europa, donde se halla el edificio de la Filarmónica y el antiguo Museo Lenin, hoy la Casa de Ucrania. Hemos llegado a la plaza y asomándonos al imponente y vasto curso del río Dnipro, mis compañeros se quejan del pobre papel de la Unión Europea. Porque la UE no tiene nada que ofrecer, porque su política exterior no asusta cuando amenaza con el palo ni atrae cuando oferta la zanahoria. La integración en la U.E. es una quimera, la desaparición del régimen de visados, un imposible, el área común de libre comercio, una bagatela.

Los oligarcas ucranianos saben que los intereses comerciales y energéticos europeos son tan dispares que es muy difícil consensuar políticas. Y así, aunque en los discursos europeos se reafirma que ninguna política comercial habría de hacer que la UE olvidase los derechos humanos y la democracia, la dinámica general de la UE ha estado dominada por la propensión de los Estados miembros a “romper filas” y celebrar acuerdos bilaterales que socavan tanto la política exterior, basada en los valores de la UE, como su unidad.



Termina nuestro paseo por la calle Kreschatik. Frente al monumento a los fundadores de la ciudad, un amigo recuerda la vieja leyenda que explica cómo llegaron aquí los normandos. Estos andaban estableciendo puestos de comercio, cuando las tribus nativas les hicieron la siguiente invitación: "Nuestra tierra es grande y rica, pero no hay ninguna ley en ella. Venid a gobernar y reinar sobre nosotros”. Sea o no verdad, recuerda a la situación actual. Un gran país sin ley, tentado de aceptar cualquier solución autoritaria, a lo Putin en Rusia, que ponga un poco de orden.

En este sentido parece ir tanto la retórica de Yanukovich, con su referencia a un fuerte poder vertical y las acusaciones a una oposición que socava la estabilidad, como sus acciones: el control del parlamento a través del fomento del transfuguismo, los ataques y limitaciones a la libertad de prensa, el regreso a una constitución presidencialista, la intimidación de la sociedad civil y el sometimiento de la judicatura.


Fotografías de NADIA BONDAR-MATSENKO